La pregunta no es si el Estado puede seguir pagándolas, sino qué sacrificios estamos dispuestos a aceptar para mantener un modelo apuntalado con cargo a los presupuestos.
ANÁLISIS
MANFRED NOLTE
España se despide del verano de 2025 flanqueado por una paradoja inquietante. La economía ha registrado un crecimiento del 3,2% en 2024 y un aumento del 2,4% en la afiliación a la Seguridad Social. Para el ejercicio que concluye este 31 de diciembre se espera que el PIB crezca un 2,7% interanual. Sin embargo, incluido en esta fase expansiva, el sistema público de pensiones mantiene un déficit estructural cercano al 4% del PIB, unos 66.206 millones de euros. Lo que significa que el equilibrio no se alcanza ni en tiempos de bonanza, anticipando un agujero mayor en conjunturas neutras o recesivas.
Las reformas de 2021 y 2023 no han resuelto el problema de fondo: las cotizaciones sociales se encuentran incapaces de sostener un gasto que crece a un ritmo mucho más acelerado que las aportaciones de los trabajadores a través de las transferencias y préstamos crecientes del Estado. Apenas suma 1.700 millones de ingresos adicionales, una décima del PIB. Además, estas medidas reducen la contribución del sistema, encarecen los costes laborales y lastan la competitividad de una economía que sigue arrastrando la mayor tasa de paro de la UE y una productividad estancada.
El diagnóstico se agrava si miramos a largo plazo. Según el Ageing Report 2024 de la Comisión Europea, España será el país de la Unión donde más aumente el gasto en pensiones en los próximos decenios: 3,3 puntos del PIB adicionales en 2050 y 5 en 2070. El déficit creciente procede de dos decisiones: haber revalorizado las pensiones con el IPC, además de haber eliminado el factor de sostenibilidad. Así, la reforma de 2021-2023 ha hecho el sistema más generoso, pero también más insostenible. El cuadro macroeconómico selecciona nos golpea con la evidencia de los desequilibrios: entre 2003 y 2023 el PIB per cápita solo creció un 10,8%, mientras el gasto público per cápita lo hizo un 46,9% y el gasto en pensiones un 70,5%. En paralelo, la inversión pública cayó un 22% en el mismo periodo y el esfuerzo destinado a pensiones ha desplazado recursos vitales necesarios para mejorar la productividad, la competitividad y la capacidad de generación de empleo de calidad. La brecha se amplía en inversión social y en capital humano, áreas estratégicas sacrificadas frente a la presión de la nómina mensual de los pensionistas.
En el plano intergeneracional, el MEI y el recargo sobre las bases máximas se convierten en un impuesto diferido sobre los jóvenes, que pagan más, financian a los mayores y no acumulan derechos. El resultado es una presión añadida sobre el empleo, la inversión y los salarios netos. Si, además, se multiplican las transferencias del Estado, engrandando el saldo de la deuda pública, se acumulan facturas para futuras generaciones de jóvenes. De ahí que AIReF alerte con vehemencia del problema. España necesita mecanismos automáticos y transparentes: vincular la edad de jubilación a la esperanza de vida, mejorar la información individual sobre lo que se cotiza y lo que se cobra buscando el equilibrio de la contributividad, recuperar la equidad intergeneracional con principios básicos y modelos nacionales, como están haciendo otros países donde cada trabajador acumularía una cuenta virtual con sus aportaciones: un sistema de pilares múltiples al estilo de Reino Unido, Suecia, Italia o Dinamarca entre otros.
La pregunta, finalmente, no es si el Estado puede seguir pagando las pensiones, sino qué sacrificios estamos dispuestos a aceptar para mantener un modelo insostenible, apuntalado artificialmente con cargo a los presupuestos generales del Estado, en términos de alteración de la inversión. Esa es la encrucijada de nuestro contrato social: elegir entre sostener el presente o asegurar el futuro.