Como persona interesada en economía, siempre me ha intrigado la aparente contradicción entre el mundo empresarial y las recomendaciones de los economistas. Las empresas luchan día a día por incrementar su productividad: innovan con tecnología, optimizan procesos y reducen costos para sobrevivir en un mercado competitivo. Esto, en esencia, es deflacionario, ya que presiona a la baja los precios de bienes y servicios, beneficiando al consumidor con un mayor poder adquisitivo. Sin embargo, los economistas insisten en que un cierto grado de inflación —alrededor del 2%— es lo ideal para una economía saludable. ¿No será que esta preferencia beneficia principalmente a los estados y a los deudores? En este artículo, exploro esta tensión, basándome en argumentos históricos y económicos que he analizado en profundidad.
Permítanme empezar por el núcleo del debate. Cuando las empresas aumentan la productividad, generan lo que se conoce como deflación "benigna": una bajada de precios impulsada por avances en la oferta, no por una crisis. Históricamente, periodos como estos han coincidido con un fuerte crecimiento económico, como en la era industrial del siglo XIX bajo el patrón oro. En teoría, esto debería ser positivo: los consumidores compran más con el mismo dinero, y la economía se expande. Pero los economistas prefieren la inflación moderada por razones prácticas. Argumentan que la deflación generalizada —no solo la benigna— conlleva riesgos serios.
Uno de los principales temores es el desincentivo al consumo y la inversión. Si los precios caen, la gente podría posponer compras esperando que todo sea más barato mañana, lo que frena el gasto y puede desencadenar recesiones. Admito que este efecto podría ser inicial y no sostenerse en el tiempo, especialmente si la deflación proviene de ganancias en productividad. Una vez que los consumidores se ajustan, el mayor poder adquisitivo podría reactivar el ciclo económico. De hecho, en entornos históricos como el mencionado, el desincentivo no se perpetuó gracias a factores como la industrialización. Sin embargo, cuando la deflación surge de una caída en la demanda agregada, puede convertirse en una espiral viciosa: menos gasto lleva a despidos, menor ingreso y aún menos consumo. Ejemplos como la Gran Depresión de los años 30 o la "década perdida" de Japón en los 90 ilustran cómo esto persiste durante décadas, con desempleo elevado y estancamiento.
Otro riesgo es el aumento del peso real de la deuda. En deflación, las deudas se vuelven más caras porque se pagan con dinero que vale más, lo que afecta a hogares, empresas y gobiernos, incrementando quiebras y defaults. Además, los salarios son "rígidos a la baja" en economías modernas —difíciles de reducir sin conflictos laborales—, lo que agrava el desempleo. Y no olvidemos los límites de la política monetaria: con deflación, los bancos centrales no pueden bajar tasas de interés por debajo de cero fácilmente, limitando su capacidad para estimular la economía en crisis. Otra razón para eliminarlos.
Por el contrario, los economistas keynesianos que no han llevado hasta aquí, argumentan que una inflación moderada actúa como "lubricante": estimula el gasto inmediato, facilita ajustes en precios y salarios sin recortes nominales, y proporciona un colchón contra shocks económicos. Pero aquí entra mi sospecha inicial: ¿no beneficia esto desproporcionadamente a los estados y deudores? Absolutamente. La inflación reduce el valor real de la deuda, permitiendo pagar con dinero depreciado. Para los gobiernos con déficits crónicos —como muchos en Occidente—, esto erosiona la deuda pública, infla el PIB nominal y genera ingresos por "señoreaje" (imprimir dinero). Críticos de escuelas austriacas o libertarias lo ven como un impuesto encubierto sobre ahorradores para subsidiar a estados derrochadores.
Hablando de la Gran Depresión, un ejemplo que surge recurrentemente en estos debates, no fue un fallo del mercado libre, sino resultado de la manipulación crediticia por parte del estado. En los años 20, la Reserva Federal expandió artificialmente el crédito para mantener bajas las tasas de interés, creando una burbuja especulativa. Cuando subió las tasas en 1928-1929, provocó un colapso bancario y una contracción monetaria del 30%. Economistas como Milton Friedman argumentaron que la Fed podría haber evitado esto expandiendo la oferta monetaria, pero falló. Factores como las tarifas proteccionistas Smoot-Hawley agravaron la crisis global.
Lo peor es que la depresión se prolongó por más intervenciones estatales. Bajo Hoover, se aumentaron impuestos y regulaciones, rigidizando el mercado laboral. El New Deal de Roosevelt introdujo controles de precios, subsidios que destruían producción para subir precios, y gasto masivo financiado con deuda, distorsionando mercados y desincentivando la inversión privada. Estudios de economistas como Harold Cole y Lee Ohanian sugieren que estas políticas extendieron la crisis por al menos siete años, manteniendo el desempleo alto hasta la Segunda Guerra Mundial. Sin estas intervenciones, la economía podría haberse ajustado más rápido, como en la recesión de 1920-1921, donde la no-intervención permitió una recuperación veloz.
Esto nos lleva al corazón del problema: el endeudamiento estatal es autoinducido, a menudo por "comprar votos" con promesas electorales —subsidios, pensiones e infraestructura— que superan los ingresos fiscales. Hoy, con deudas como los 37 billones de dólares en EE.UU., los gobiernos temen la deflación porque aumentaría el peso real de sus obligaciones. Si priorizaran presupuestos equilibrados en lugar de populismo, no dependerían tanto de la inflación como colchón. En un mundo con finanzas públicas sanas, una deflación benigna por productividad sería menos problemática.
Finalmente, un ángulo que a menudo se ignora: la deflación podría ser más ecológica. Al reducir el consumo —inicialmente por posponer compras—, se usan menos recursos, emiten menos CO2 y se presiona menos a los ecosistemas. Economistas ecológicos y defensores del "decrecimiento" ven aquí un freno al hiperconsumismo capitalista, alineado con la sostenibilidad planetaria. Aunque no es una solución integral —podría limitar innovaciones verdes o generar rebotes—, resalta cómo la inflación perpetúa un modelo de crecimiento infinito que choca con límites ambientales.
En resumen, como observador de estos temas, creo que los economistas no defienden la inflación por capricho, sino por riesgos reales en economías con rigideces y deudas altas. Pero mi análisis confirma que parte de esta preferencia es política: beneficia a estados endeudados a expensas de ahorradores y la estabilidad a largo plazo. Quizás sea hora de replantear el dogma y permitir más deflación benigna, fomentando productividad sin miedo a espirales. La evidencia histórica sugiere que, sin manipulaciones estatales, la economía se ajusta mejor de lo que pensamos.